lunes, 13 de abril de 2015

Don Quixote: Capítulo I

En un Lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un hidalgo caballero de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
 Vivía en su casa con un ama que pasaba de los cuarenta años, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo que lo mismo ensillaba el rocín que usaba la podadera o hacía cualquier tipo de faena.


Tenía el hidalgo unos cincuenta años; era de constitución fuerte, seco de carnes, delgado de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Pasaba los ratos de ocio, que eran muchos al cabo del año, leyendo libros de caballería, con tanta afición y gusto, que olvidó la administración de su hacienda, y hasta llegó a vender parte de sus tierras para comprar más libros, a tanto llegó su curiosidad y desatino.
A menudo discutía con el cura del lugar y con maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, ambos grandes amigos suyos, sobre las aventuras de los caballeros más famosos y valientes que habían existido.
Don Alonso Quijano, que así se llamaba el hidalgo, tomó tanto gusto a la lectura de aquellos libros, que se pasaba los días y las noches leyendo. Y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro y se volvió loco. La cabeza se le llenó de aquellas fantasías que estaban escritas en los libros, y ya no pensaba en otra cosa que en encantamientos, desafíos, batallas, amores y disparates imposibles.
-La razón de la sinrazón que mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra hermosura leía en voz alta el hidalgo.

Hasta que, ya rematado su buen juicio, se le ocurrió la más extravagante idea que ningún loco haya tenido en el mundo: convertirse él mismo en un caballero andante e ir por todos los caminos, con sus armas y a caballo, en busca de aventuras, tal y como habían hecho los héroes de sus lecturas. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas viejas abandonadas en el desván, que habían pertenecido a sus bisabuelos.
Fue luego a ver a su rocín y aunque éste sólo tenía piel y huesos, le pareció mejor montura que Bucéfalo de Alejandro y que Babieca, el del Cid; y para que el caballo de un caballero como él no quedara sin nombre conocido, después de pensarlo y repensarlo durante cuatro días, le puso el nombre de Rocinante, queriendo decir que era el rocín que estaba por delante de todos los rocines, es decir el mejor.
Luego se puso a buscar nombre para sí mismo, y después de ocho días de mucho pensar, encontró el de Don Quijote, derivado de su apellido Quijano. Pero acordándose de muchos caballeros que a su propio nombre habían añadido el de su patria, como el famoso Amadís de Gaula, para así hacerla famosa, decidió añadir el nombre de la suya, y así resultó Don Quijote de la Mancha.
Ya solo le faltaba buscar una ilustre dama de quien enamorase.
-Un caballero andante sin amores se decía don Alonso-, es como un árbol sin hojas y sin fruto, y como un cuerpo sin alma.
Se acordó entonces de una moza labradora, de la que en un tiempo estuvo enamorado, y le pareció bien nombrarla la señora de sus pensamientos. Y aunque la moza se llamaba Aldonza Lorenzo, le quiso dar un nombre que sonara a princesa y gran señora, y la llamó Dulcinea del Toboso, porque ella era natural del Toboso y ese nombre le pareció sonoro y musical.

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