En un Lugar de la Mancha,
de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un hidalgo caballero de los de lanza
en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Tenía
el hidalgo unos cincuenta años; era de constitución
fuerte, seco de carnes, delgado de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Pasaba
los ratos de ocio, que eran muchos al cabo del año, leyendo libros de
caballería, con tanta afición y gusto, que olvidó la administración de su
hacienda, y hasta llegó a vender parte de sus tierras para comprar más libros,
a tanto llegó su curiosidad y desatino.
A
menudo discutía con el cura del lugar y con maese Nicolás, barbero del mismo
pueblo, ambos grandes amigos suyos, sobre las aventuras de los caballeros más
famosos y valientes que habían existido.
Don
Alonso Quijano, que así se llamaba el hidalgo, tomó tanto gusto a la lectura de
aquellos libros, que se pasaba los días y las noches leyendo. Y así, del poco
dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro y se volvió loco. La cabeza se
le llenó de aquellas fantasías que estaban escritas en los libros, y ya no
pensaba en otra cosa que en encantamientos, desafíos, batallas, amores y
disparates imposibles.
Hasta
que, ya rematado su buen juicio, se le ocurrió la más extravagante idea que
ningún loco haya tenido en el mundo: convertirse él mismo en un caballero
andante e ir por todos los caminos, con sus armas y a caballo, en busca de
aventuras, tal y como habían hecho los héroes de sus lecturas. Y lo primero que
hizo fue limpiar unas armas viejas abandonadas en el desván, que habían
pertenecido a sus bisabuelos.
Fue
luego a ver a su rocín y aunque éste sólo tenía piel y huesos, le pareció mejor
montura que Bucéfalo de Alejandro y que Babieca, el del Cid;
y para que
el caballo de un caballero como él no quedara sin nombre conocido, después de
pensarlo y repensarlo durante cuatro días, le puso el nombre de Rocinante,
queriendo decir que era el rocín que estaba por delante de todos los rocines,
es decir el mejor.
Luego
se puso a buscar nombre para sí mismo, y después de ocho días de mucho pensar,
encontró el de Don Quijote, derivado de su apellido Quijano. Pero acordándose
de muchos caballeros que a su propio nombre habían añadido el de su patria,
como el famoso Amadís de Gaula, para así hacerla famosa, decidió añadir el
nombre de la suya, y así resultó Don Quijote de la Mancha.
Ya
solo le faltaba buscar una ilustre dama de quien enamorase.
-Un
caballero andante sin amores –se decía don Alonso-, es
como un árbol sin hojas y sin fruto, y como un cuerpo sin alma.
Se acordó entonces de una moza labradora,
de la que en un tiempo estuvo enamorado, y le pareció bien nombrarla la señora
de sus pensamientos. Y aunque la moza se llamaba Aldonza Lorenzo, le quiso dar
un nombre que sonara a princesa y gran señora, y la llamó Dulcinea del Toboso,
porque ella era natural del Toboso y ese nombre le pareció sonoro y musical.
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